El Cid Campeador ya conoció la catadura del Conde de Barcelona

Julián Martín Martínez

 

 “El conde es muy follón”, dice el cronista del Poema de Mío Cid. Era el siglo XI cuando el Cid, el de la barba florida, ganaba en honra y el  Conde de Barcelona de entonces no se sabe hasta qué punto era franco, gabacho, o trabajaba como recaudador de parias para el rey moro de Zaragoza.  Tenía, en todo caso, un morro que se lo pisaba.

Estaba el Cid haciendo méritos para que el Rey de Castilla reconociera su honradez y nobleza. El Conde de Barcelona conoce la situación de expatriado del Campeador. Pero, al  ver la trayectoria ascendente del castellano, respiraba por la herida de la envidia y trataba de buscar  el enfrentamiento con el Cid. Se inventa las ofensas:  ”Grandes agravios me ha hecho Mío Cid el de Vivar”. Ya está liada:”agravios”. Santa palabra. Los entuertos como arma arrojadiza. Bastaba con que le miraran un poco torcidamente. Con los agravios y entuertos ya tenemos casus belli. Al lío, al enfrentamiento. El honrado Cid ni ha abierto la boca, ni ha movido un dedo, sólo pasaba por allí. Pero el conde presume malas intenciones en el Cid y concluye su argumentación: “Mas, cuando él me lo busca, se lo iré a demandar”. Las amenazas típicas de un fanfarrón al que se le llena la boca de palabras huecas, vacías. Y el cronista del Cantar, sin haber ido a la facultad de psicología, concluye: “El conde es muy follón y dijo una vanidat”. Una de las frases lapidarias del Cantar para retratar el orgullo del tipo aquel bravucón, donde se dibuja su perfil, su catadura.

 La frase  es todo un aforismo  que coincide con el principio filosófico y biológico de que la ontogenia es la historia de la filogenia, vamos, que la historia de cada uno es la historia de toda su especie. Por eso  lo de entonces es lo de ahora y los comportamientos de los que mandan en la Barcelona actual coincide con  la conducta y los manejos del tipo de hace nueve siglos. Hasta repiten las mismas palabras: agravios, entuertos. El mal de piedra de los nacionalistas.  ¿Dónde está la ofensa o el insulto al honor? ¿Dónde está el perjuicio que le causa a sus derechos o a sus intereses? El castellano, que trabajaba para recuperar su honra,  confiesa suavemente, con humildad: “Decidle al Conde que de lo suyo no llevo nada, que no lo tome a mal, y que me deje ir en paz” (975). Pero es inútil, porque el conde follonero, con un orgullo que ahumaba por la barretina, ya ha tomado la decisión de pelear y tiene entre ceja y ceja hacer la guerra al castellano: “Se lo iré a demandar”. Y, ¡hala!, a amenazar: “Va a saber el salido (desterrado) a quién vino a deshonrar”.

Comprendió Mío Cid el de Vivar que no podía salir de aquel trance sino preparándose para una batalla en toda regla. Porque no le cabía duda al prudente don Rodrigo  que lo que quiere el conde es arrebatarle el botín que va consiguiendo, “tollerme la ganancia”. ¡Siempre el dinero!  La pela es la pela. Y que aquello de  “sabrá el salido a quien vino a deshonrar” es otra bravuconada en boca de quien estaba tan lejano del honor y de la honra del hidalgo de la jura de Santa Gadea de Burgos.

El Cid venció en buena lid y “allí ganó la Colada que vale más de mil marcos de plata”, cogió preso al conde don Ramón (Berenguer Ramón II), cabreadísimo porque “tales desharrapados, malcalzados, me vencieron en batalla” (lo mismo que decía Pujol de los andaluces). ¿Pedirán los políticos de la Generalidad de Cataluña que les restituyan la Colada? La historia maestra de la vida. “Así venció esta batalla y honró su barba”. Tomen nota los castellanos de hoy: quien quiera honrar su barba tiene que pelear.