LAS REVÁLIDAS: UN TEST PARA EL SISTEMA
(Artículo publicado el 9-10-2016 en IDEAL)




        La reimplantación de las pruebas de reválida está suscitando una airada contestación desde ámbitos diversos, aunque fácilmente ubicables en el espectro social y político. La existencia de unas pruebas externas e iguales para todos los estudiantes de todos los territorios de nuestra nación viene a contradecir los principios fundamentales de un cierto progresismo castizo.

        El progresismo castizo, ya sea a título individual o colectivo, viene a servir, acaso involuntariamente, a una llamativa alianza de conveniencias, “la casta”, que opera en sentido contrario al interés de la mayoría. El progresista castizo nos dice que las reválidas buscan, lisa y llanamente, expulsar a miles de jóvenes de procedencia humilde del sistema educativo; o que discriminan al alumnado con necesidades  específicas;  o que nos retrotraen al franquismo.

        El caso es que, a lo peor, aquel tipo de alumnado más necesitado de atención fue discriminado mucho antes. Puede que su problemática social rebase el ámbito educativo, y que lo que se ha establecido como solución a sus dificultades haya operado endiabladamente en su contra. Se teme su fracaso en una prueba que debiera suponer la comprobación de que, partiéndose de una realidad social y personal heterogénea, se han logrado unos resultados homologables.

        Las reválidas, que comienzan en España con la Ley Moyano de 1857, estuvieron presentes en nuestro sistema educativo bajo regímenes diferentes: monárquicos, republicanos, o dictatoriales. Su razón de ser fue siempre el control de calidad que quiso ejercer el Estado mediante una evaluación, externa e igual para todos, al final de cada etapa educativa. Los contribuyentes merecían conocer los resultados de aquello en lo que se invierten sus impuestos. Y resulta que fue precisamente una ley del tardofranquismo, la Ley General de Educación, la que acabó con las reválidas.  La LGE introdujo en España los principios de la escuela comprensiva que, propiciada por el laborismo británico, se había extendido por diversos países occidentales y había recibido el espaldarazo de distintos organismos internacionales como el modelo educativo más democrático y acorde con las exigencias del Estado del bienestar.

        En línea con el camino emprendido por la LGE, la LOGSE del Partido Socialista amplió la etapa obligatoria hasta los dieciséis años.  Ampliar la etapa de formación general para todos los alumnos fue una respuesta justa y acorde con la nueva sociedad de la información y del conocimiento; la comprensividad intentaba retrasar una precoz selección del alumnado en función de sus méritos y capacidades.

        Lo cierto es que, en otros países, la tensión entre comprensividad y atención a la diversidad se había manifestado ya irresistible. El Libro Blanco, “Excellence in Schools”, de  Tony Blair, mostraba la hondura del cambio operado en el laborismo británico: “No vamos a regresar al examen a los 11 años, pero tampoco estamos dispuestos a continuar defendiendo los fallos de la enseñanza comprensiva a toda costa.”

        Contrariamente a lo ocurrido con otros partidos socialistas, el socialismo español no ha evolucionado en esta materia, resistiéndose a la evidencia de que la experiencia comprensiva ha dado ya de sí todo lo que se podía esperar, y que el edificio que sostiene es poco más que una fachada de cartón piedra. La atención a la diversidad que exige la heterogeneidad del alumnado es un problema cuya solución no resulta fácil ni barata. Aquí, con la ayuda de una seudopedagogía de lenguaje críptico e inestable, se resolvió de un modo muy ahorrativo: se echó sobre las espaldas del profesorado la insoportable losa de la atención a la diversidad “en el aula”. Suprimir enseñanzas especiales y no afrontar políticas realmente compensatorias ahorraba dinero. Tampoco las normas relativas a la promoción del alumnado han ayudado a que el alumnado más débil, el  carente de apoyo  familiar y de un entorno cultural favorable, aprenda que con  esfuerzo y trabajo se logran vencer retos y dificultades. El salto al bachillerato, con una  mucha mayor exigencia, donde en dos años el alumno ha de lograr un nivel de conocimientos adecuado para acceder a la Universidad, además de desconcertante, resulta claramente desproporcionado por su falta de gradualidad. La LOGSE y sus secuelas son responsables de haber obstaculizado el acceso de muchos adolescentes, educados en la laxitud, a los niveles superiores, surtiendo de fracasados sin cualificar un mercado donde todavía no se había incorporado la mano de obra inmigrante, ni se había visto afectado por la crisis.

        En este contexto, ¿quién se iba a atrever a realizar unas pruebas externas que contrastasen la validez del sistema para formar a un alumnado heterogéneo, pero con  pleno derecho a  optar a las cotas de instrucción antes reservadas para las élites? Todos sabemos que no son los mismos los niveles de exigencia de determinados centros de las  capitales  que los de aquellos situados en barrios periféricos o en pueblos del cinturón. La administración exige evaluaciones positivas de los alumnos para mantener la ficción y nos nutre de consignas   pedagógicas para que aprobemos al que no sabe: lo importante, se nos dice, no son los conocimientos, sino la adquisición de competencias, las cuales, como el movimiento, habría que decir, se demuestran andando.

     Claro que resulta menos complicado y se ahorra más dinero si el tinglado no se pone a prueba: unas reválidas que pusieran de manifiesto las debilidades del sistema exigirían mecanismos correctores compensatorios y serían un instrumento indiscutiblemente progresista. En la mayoría de los países de Europa estas pruebas existen. Su ponderación no tiene por qué tener un peso determinante para la titulación, pues, obviamente, es injusto valorar la madurez de un alumno en un solo examen sin tener en cuenta sus evaluaciones anteriores. Pero aquí ya sabemos cómo les desagrada a los sectarios la publicidad de la injusticia y cómo nuestros castizos se pirran por lo barato.
 

José Ignacio Moreno Gómez

Tesorero y responsable de Comunicación de la Asociación

de Catedráticos de Instituto de Andalucía-ANCABA.

Catedrático de Física y Química